
Sigámosla ahora en los dos años que vivió en Nueva
York. Fue un periodo de esfuerzo en el estudio, de momentos muy felices por su
enorme pasión por la música, de vivirlo todo con la carga vital de una joven
que descubre con asombro lo que la rodea en aquella gran metrópoli, de contacto
epistolar casi diario con sus padres para agradecerles el sacrificio y para que
no sintieran tan fuerte el vacío de la separación.
Estuvo allí con dos compañeras canadienses: Bernadette y Aline.

Las dos la veían como una joven amable, olvidada
de sí misma para darles gusto. Muy aplicada al estudio de la música, pero capaz
de romper la monotonía y reírse con cualquier nimiedad. Dina era muy alegre,
reía fácilmente y aceptaba bien que le tomáramos el pelo sabiendo captar las
bromas.
Tenía
una voluntad bien disciplinada, firme pero moderada de dulzura. Mucho orden y
cuidado de las cosas, pero nunca hacía alusión al hecho de que las otras no lo
teníamos… Hacía ver que no se daba cuenta.
Era
más bien tímida, pero se sobreponía cuando había que amenizar a los demás. En
una conversación, tenía siempre a punto la palabra necesaria para llevar a su
interlocutora a sentirse ancha. Era reservada,
el alboroto no le era natural, pero era tan amable que nadie podía
imaginar los esfuerzos para ser divertida.

Su carácter fuerte, manifestado desde muy pequeña,
seguía traicionándola y haciéndola sufrir. Un día, le hicieron bruscamente una
advertencia sobre su manera de tocar el piano. Bernadette cuenta: Yo estaba en
mi habitación. Cuando la vi entrar, me llamó la atención su extrema palidez y
le pregunté: ¿Qué te pasa? ¿estás enferma? Ella se puso a llorar. Yo repetí mi
pregunta… A través de las lágrimas, me dijo: “Yo soy sólo una orgullosa. Lo que
acaban de decirme es la verdad”. Dina aceptaba aquella observación un poco
exagerada, pero su temperamento se rebelaba. Después de unos años, se encontró
con aquella persona y estuvo tan discreta y amable que nadie pudo imaginar que
un día le había dicho algo muy desagradable.
Bernadette,
con la que compartía la habitación, le propuso en Semana Santa rezar durante la
noche del Jueves al Viernes Santo. Dina se sintió feliz, pero no quería que las
otras compañeras se dieran cuenta. Escondimos la luz y rezamos durante una
hora. Dina fue siempre fiel al
reglamento de vida espiritual que se había trazado en Quebec. Habría podido
dispensarse de la Misa diaria teniendo en cuenta su salud, pero ni soñó
hacerlo. Aline añade que todos los días al atardecer, la veía rezando con
fervor, de rodillas en el comulgatorio, sin moverse con la cabeza entre las
manos, durante media o tres cuartos de hora.
En vacaciones, Bernadette cuenta que fueron en
barco a Chicoutimi (Quebec). A la vuelta, por un mal entendido, las cabinas
reservadas no estaban libres. Al atardecer, llegó al salón donde estábamos un
viajero medio borracho. Dina vio mi gran inquietud y dijo: “Tú verás, tendremos una cabina” y empezó a toser. Un
empleado al oírla le ofreció una manta de lana, pero ella siguió tosiendo.
Hacia la una de la madrugada, el empleado volvió triunfante diciendo que tenía
una cabina para nosotras. Al entrar en ella, Dina sentada sobre la cama, empezó
a reír: “Te había dicho que tendríamos una cabina”. Por el momento lo encontré
muy divertido, pero después me di cuenta que organizó la estratagema, para
ayudarme al ver mi inquietud.
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